martes, 19 de mayo de 2009

Después de escuchar tu contestadora una vez más, me dirijo al restaurante. No quiero llegar a casa, tengo miedo de saberme como todos, un ser un poco desgraciado. Exagero, pero creo que no es tan malo exagerar, de vez en cuando. Y, por otra parte, quiero hacer tiempo porque todavía tengo la esperanza inútil de verte.


Desde aquí y hace un momento que veo pasar a la gente. Camina, con bolsas, portafolios, carros, prisas, amores y risas; todo el mundo se apresura hoy en día. Cuando observo tanta gente así, agitada, me pregunto si tiene el menor sentido todo lo que hacemos, todo lo que nos hacen. Estamos construyendo el futuro, es verdad, pero a la vez estamos matando el presente, el constante y bendito presente, ¿y qué futuro construimos? Uno exactamente igual al presente que nos ha tocado vivir.

Para esta hora el sol se ha alejado sutilmente de la ciudad, y ella, de igual forma se ha vestido con su propia luz, una luz artificial. Es el momento en que las luces de las calles se encienden.

Mucha gente viene aquí, atraída como mariposas deslumbradas en la noche: platican, se enamoran y ríen. A lo mejor pasas también tú, atraída por la luz como una mariposa de ojos deslumbrados en esta noche que se me viene encima.

Con todo y sus luces deslumbrantes, artificiales, color neón, y sus anuncios luminosos; la noche en la ciudad es más oscura y la soledad más insoportable. Si Dios creó al mundo para no sentirse solo, nosotros construimos a la ciudad y encendimos sus luces y sucedió todo lo contrario…

Míranos, estamos aquí, toda ésta gente y yo como piedras aglomeradas con un poco de cemento y un poco de dolor; como la ciudad y nuestro propio corazón. En las ciudades somos millones de dolores, de cementos, de piedras y corazones a tal grado que estamos solos. ¿Recuerdas la historia de Babel, la historia del desentendimiento? ¿Y de cómo sus hombres, de tan profundamente juntos, fuertes y tan espirituales se redujeron a casi nada; y a una soledad tan pesada y profunda que hasta el día de hoy nos alcanza? Moraleja, la ciudad también es nuestra madre, nos engendra.

Ha pasado rato y estoy con mi taza de café leyendo un libro; bueno, en cierta forma lo leo pero más bien pienso en ti…

Voy al teléfono y ruego a Dios escuchar tu voz. El ruido aquí y el murmullo de la ciudad que se han colado hasta el auricular es ensordecedor. La primera frase que escucho del otro lado del teléfono es engañosa, la voz se escucha tan lejana y confusa… Nuevamente pensé que eras tú. Por un instante quise dejarte un mensaje en la contestadora pero, ¿qué te diría? Creo que ni siquiera te entiendo cuando me dices un simple no.

He regresado a mi asiento y de mi cabeza borbotean pensamientos de muerte; vuelvo a exagerar. Es también el efecto de la ingestión del café y del trauma de sentirme ahora sí, sólo, aturdido y muy p… plantado. No, plantado no es lo que me pasa. Todos nosotros nos experimentamos en la vida y poblamos nuestra cabeza de sueños y también de fantasmas. A mí se me hizo fácil llenar la cabeza de ti en estos días. Estaba en eso de que hoy de alguna u otra forma tendríamos una cita que, creo que olvidé la santa formalidad. Y, por otra parte, haciendo cuentas: nuestros caminos rara vez se han cruzado, y adivinando veo que nuestros mundos son tan distantes que, ni una cuasi-cita, como la de hoy hubiera tenido buen éxito. Y así fue.

Estoy escribiéndote en esta servilleta, aunque escribir así es como hablar con tu fantasma. Necesito que sepas algo de lo que pasa por mi cabeza en este instante.

Pienso que no soy el único sólo, tantos somos que la cantidad nos ha hecho así, seres solitarios. Entre la gente las matemáticas no funcionan, no podemos sumarnos, ni restarnos, no podemos multiplicarnos ni dividirnos. Somos únicos y desgraciadamente muy mortales. Te digo esto porque no sabría cómo explicar tu vida y las veces que hemos estado tan cerca que, solamente la mala suerte, esa pared que construimos todos los días, nos hizo no entendernos, no reconocernos, no nada. Y así, sin nada, me siento morir.

Tú podrías entenderme si alguna vez quisieras. No, si pudieras…

Me voy ebrio de café pensando en ti, en tu contestadora y en el relato bíblico de la torre de Babel.



_______________




Seguramente te puedo visualizar a la perfección Tania: vienes manejando tu golf azul, y lo haces con tanta naturalidad como si el auto fuera una extensión más de ti misma. Transitas somnolienta, te diriges a casa. Estás un poco cansada porque el trabajo y conducir agotan, pero te ánimas de vez en cuando mirando a otros que como tú regresan a sus casas; los examinas audazmente en la distancia y en la seguridad que te proporciona el auto. Los semáforos y el congestionamiento que obligan a uno a detenerse, te dan ocasión de curiosear un poco. En cada uno de los rostros de los demás conductores y que miras de reojo, puedes notar la misma expresión, siempre repetida: satisfacción lúdica de venir sobre cuatro ruedas, ajenos de la noche y de la intemperie. Tu sigilosa mirada que no pasa desapercibida rápidamente se evade cuando hace contacto con otras miradas que coquetean brillantes en la oscuridad. Y es que tú, Tania, ligeramente despeinada por el aire eres sin salvación alguna la mujer más bella de la ciudad. A todas horas, no importa que la noche haya permeado ya la ciudad, la mendicidad en las calles está punzante. Es la prenda del legado de nuestros señores presidentes y sus políticas neoliberales. Los niños pomposos, o pelotones, de caras chorreadas por la mugre y el sudor, y nariz de payaso; sonríen mostrando sus dientes amarillos, hacen piruetas y malabares mientras una docena de vendedores caminan entre los carros y ofrecen sus baratijas a diestra y a siniestra:



–Flores, una rosa… ¿chicles güerita? –.

De vez en cuando echas un vistazo al retrovisor, acaricias tu cabello y posas tu mano en la mejilla en espera del cambio de luces. Los claxons comienzan a sonar y muy torpemente los autos avanzan, la luz verde se ha puesto. Estás muy cerca de casa.

Tu edificio que se encuentra en la esquina de un cruce muy transitado ha de ser testigo mudo e insobornable de tus innumerables salidas y llegadas. Y como un gigante nocturno te cobija con sus sombras cuando entras por sus puertas. Al fin has llegado. Estacionas el carro debidamente en su lugar, no quieres tener problemas con los vecinos. Subes copiosamente cuatro pisos por las escaleras, y antes de entrar a tu apartamento, respiras profundamente; te sientes aliviada y segura; estás en casa.

Te imaginé sólo un poco, no es tan fácil. Uno se siente impedido no solo por el hecho de suponer una de las miles de posibilidades de una vida, la tuya completamente desligada de la mía, algo que puede ser o que puede no ser. Sino también porque argüir así, en la vida de otros, en la vida tuya, apercibida solo por algunos instantes y por algunas cuantas frases dichas, tiene la fuerza de hundirte en un abismo insondable, dientes apretados, plomo en el corazón, caos en la cabeza, y con todo, con todo Tania llevar esto dentro de ti, dentro de una vida que no te permite explotar sino únicamente cerrar los ojos.

Otra vez vuelvo a imaginar. Esta vez una tarde que cae lentamente con el cielo rojizo del crepúsculo, y una llovizna que se evapora al contacto del pavimento. Y te veo en tu carro, nuevamente sola, y pienso: “me gusta”.




_______________

Los domingos en la iglesia tienen lugar nuestros encuentros y desencuentros interdependientemente del cielo y el infierno. Pero hoy como muchas otras veces no apareciste. Y así son nuestros encuentros, siempre tan esporádicos, tan improvisados y dominicales, sin oportunidad para sembrar nunca nada. Con suerte te vea la próxima semana.

______________



Te confieso que te comparo. Te veo invariablemente los domingos, y a Dios, en cierta forma, también.
Porque no importa que zapatos ni que ropa me ponga, mis pensamientos siempre se detienen en ti.
Mientras camino sin rumbo por la ciudad busco tu rostro en las calles, entre los millones de seres que todos los días me topo y nada, no te encuentro, y quizá jamás te halle, porque si lo hago, sé que me perdería irremediablemente en ti.
Aspiro, te siento, en la ciudad, en esa banca vacía. Todo lo inundas. Estás tan lejos y la soledad tan cerca y real como la misma sangre. Creí que podía alejarme, quise olvidarte y curarme de ti, pero todo ha sido en vano. Estoy perdido. Estoy postrado en esta oscuridad que nubla la vida y el entendimiento. Desde aquí no hay camino. Desde aquí no veo tu luz. Tú, el último sueño que hay en mi vida vacía. Nada más quedas tú, nada más tú, como un sueño.



_______________



Quisiera prender fuego a mi vida de la misma manera que he prendido fuego a tantas cartas y a tantos recuerdos, se convierten en ceniza y silencio, al fin todos seremos eso.
Es domingo y he decidido otra vez no ir a la iglesia. Y me engaño pensando que hoy iras, y que sólo es coincidencia, que tu vas cuando yo no.
Me cuesta trabajo recobrar la cordura y la evidencia ingenua de las cosas. No te he visto y nadie me hablado de ti, cómo si ya no estuvieras entre nosotros. Quizás haz cambiado de rumbo y te haz mudado de iglesia.
Cada encuentro que tuvimos por breve que fuese me alejó más de ti, como un péndulo en el infinito. Siempre me encuentro tirado al otro extremo de dónde estás. Parece que en la vida hay cosas que si no suceden en su tiempo nunca podrán ser. Y que siempre seremos eso: yo, un extraño con el que intercambiaste algunas cuantas frases dichas y fuiste amable. Tú: te volviste inaccesible, siempre lo fuiste...
Y es que me he quedado con mucho de ti, muchas palabras, muchos suspiros, muchos nombres tuyos. Me he quedado conmigo mismo, como un árbol cercado con su propia madera, ahogado en mi propia saliva.
Maldito dios llamado destino, llamado miedo, llamado yo.



_______________



Desde que te alejaste cuántos lugares se volvieron vanos. La pequeña iglesia y el gran salón. Todo me grita de ti. Los comercios y las calles llorando tú nombre. Murmuran de ti los caminos que jamás andamos y el parque hiela la mano que jamás se paseo con la tuya. Al final del camino de asfalto, tras la puerta que encuentro cerrada ahí estás. ¿Dónde me ocultaré para no ver tu ausencia?




_______________


No tengo nada que hacer, solo dormir o caminar, y escuchar por la radio las noticias de siempre. Entrar al museo o en alguna iglesia nueva donde nadie te conoce; donde existe siempre la posibilidad de comenzar tu vida de nuevo. Comer en alguna fonda o restaurante barato, ir sólo al cine y repetir la función. Y cada paso alejarse más de ti. Porque para llegar a ti, sólo hay un camino: sin vueltas, ni titubeos, sin pasos falsos o rumbos equivocados.
Ver la distancia que hay entre los dos es perder. Es rendirse anticipadamente. Es perderlo todo. Es perderse tú mismo en un mundo sin sentido.




_______________



Tu nombre se me hizo dulce como un higo. Como la muerte amor mío.


_______________


He pensado tantas veces en ti, en tu nombre. Lo repetí cientos de veces en las noches como una oración. Amé tu timidez. Tu pronta y graciosa huída. Amé todo de ti. Te juré en silencio y calladamente, me ofrecí, me malbaraté; te pensé mi dueña. Te imaginé malvada y a mi amándote.



_______________



Evocar después de tanto tiempo otra vez al corazón. Guardar silencio, escuchar su latir, recordar tus ojos.
Las ansias de amor han cesado, pero regresarán por la revancha. Al atardecer en cualquier parque; al ver a los amantes que entrelazan sus manos. En la esquina de cualquier calle, tras el poste del alumbrado público me ocultaré con el corazón sobresaltado al pensar que allí estás, confundiéndote nuevamente, y reiré como un loco. Absurdo, pues cuánto deseo en la vida es mirarte.
Le canto a la mujer que vi en el metro, se parecía tanto a ti.
Tu recuerdo se oculta como el sol tras las nubes; solo un instante, solo en las noches, pero regresa inesperadamente con más brillo y nueva luz, removiéndolo todo, alejando las sombras y el deseo repentino de la muerte.



_______________




Duermes, es verdad. Dios de la misma manera duerme, descansa, cierra sus ojos y el mundo se obscurece, se detiene. Cuando no te veo la noche cae fría y aterradora sobre mis espaldas.

Te he envuelto en un halo mágico, yuxtapuesta a toda la miseria humana. Eres la esencia de lo trascendente, el significado mismo de la suficiencia. Te tengo tanta reverencia que me da miedo acercarme. Tu paso trepidante alimenta mi cabeza y corazón. Cuando no te veo llegar con tu mamá, adivino que llegaras más tarde. Ojala tuviésemos más tiempo para hablar, para cambiar. Pero nunca lo hay.

No sé qué piensas o sueñas, no sé qué haces ni qué amas; tan solo puedo imaginar.

No te conozco y eso me hace inventarte.

Te puedo sentir y pensar y creo que eso me hace bien.

Te pertenezco y tú no lo sabes.



______________






Y las semanas trascurren lentas y agonizantes. Y un repiqueo de miedo de no verte más, o volverte a ver hasta que pase mucho tiempo me invade gradualmente...

Recuerdo la última vez que te vi. Llegaste con tu prisa galopante, te sentaste justo frente a mí dándome la espalda, con tus jeans y botines de suela corrida; vestías una chaqueta color café y el pelo suelto. Llevabas una de esas elegancias citadinas e inflorescentes, de esas que se quedan grabadas por mucho tiempo. Te veías segura, amable, límpida; mujer. No te costó trabajo introducirte en la secuencia del culto. Estabas un poco atenta al sermón, un poco atenta a tus manos y un poco atenta a lo que te rodeaba. Y cuando presentiste que terminaba, después de casi hora y media de tu llegada, en un acto inconsciente, de un solo e indivisible movimiento llevaste tus manos a tus sienes y tus dedos se deslizaron suavemente entre tu cabello, recogiéndolo hacia atrás, levantaste la mirada girando levemente la cabeza a ambos lados, no volteabas, pero podías verlo todo; te preparabas para partir.

El último acorde del órgano quedó suspendido en el aire. Los ministros del culto casi habían desalojado el recinto y esperaban afuera. Poco después saliste entre los feligreses. Tu sonrisa era alegre como un sol de invierno. Caminabas entre todos saludando amablemente a quienes te extendían la mano. Yo me había adelantado para encontrarte, llevaba La Biblia que algunas semanas antes me había ofrecido en conseguirte y quería regalártela. De unos cuantos pasos te alcancé distrayéndote de tu camino ascético. Hablamos un instante, y mientras hojeabas la Biblia, notaste que no estaba dedicada. Creo que la sentiste carente de significado, de esencia, de compromiso, no lo sé. Rápidamente escribí algo, leíste: Para la siempre apreciada Tania, mi nombre y, octubre de 1998. Te pareció poco lo que leías. En realidad era poco. La verdad era que no sabía qué escribir, ni antes, ni en ese momento. Tania, te despediste de mí como siempre, y regresé como siempre mirando el corazón tuyo entre mis manos. Un corazón artificial hecho de expresiones, de distancias y de domingos.